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Necesidad y deseo de ir a Dios | Por Monseñor Martín Dávila

"Voy al Padre” (Jn., XVI, 17) Estas palabras de Jesucristo deben ser la divisa y la norma de vida de todo buen cristiano. Ya que nuestra patria debe ser el cielo, y además porque pertenecemos a Dios y debemos ir a Él.

Por: Redacción 25 Abril 2021 18:24

Por lo mismo, pidamos a Dios Nuestro Señor que aumente en nosotros este deseo del cielo y a la vez, procuremos imitar a San Pablo que manifestaba: “Tengo deseo de morir y estar con Cristo” (Fil., I, 23).

Si logramos esto: ¡Qué alegría y que consuelo tendremos nosotros en la tierra y, a mismo tiempo, a que manantial de santidad y de perfección podremos llegar!

Para conseguir esto es necesario que consideremos: 1.- Los motivos de tener este deseo; 2.- las ventajas que de ello puede sacar nuestra alma.

 

MOTIVOS QUE NOS HACEN DESEAR IR A DIOS

1o. Porque nosotros somos pobres y desterrados aquí en la tierra, expuestos a toda clase de peligros, pruebas, miserias y aflicciones. Ya que la verdadera felicidad no la podemos encontrar en este mundo, sino sólo en el cielo.

2o. Por otra parte, sólo estamos en este mundo por poco tiempo. Así como dice S. Pablo: “Aquí no tenemos ciudad permanente, sino que buscamos la futura” (Heb., XIII, 14).

De que nos servirán los bienes y tesoros temporales que hemos acumulado en esta vida; mismos que tenemos que abandonarlos algún día. Por eso, San Lucas nos recuerda “Más Dios te dirá: ¡Insensato! Esta misma noche te van a pedir el alma, y lo que has juntado ¿Para quién será? (Lc., XII, 20)

3o. Porque nosotros somos hijos de Dios. Hemos sido creados por Él para conocerle, amarle y servirle acá en la tierra y gozarle después en la otra vida.

Por eso decía el Rey David en el Salmo IV, 3: “Hijos de hombres ¿hasta cuándo seréis insensatos? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis lo que es mentira? acaso ¿habrá un desterrado de corazón noble que no suspire por regresar a su patria?”.

4o. Porque Dios es nuestro Padre, rico e infinitamente bueno y poderoso, que nos ha colmado de toda suerte de favores.

Por eso nos dice S. Pablo: “Somos herederos de Dios y coherederos también de Cristo”. Por lo mismo: ¿No será una ingratitud vivir olvidados de Dios y del cielo, que nos ha preparado?

Los santos, al sólo pensamiento del cielo, quedaban extasiados, y con los votos más ardientes de su corazón pedían que se les anticipase el instante de poder volar al seno de Dios. Es por eso, que un San Francisco de Asís exclamaba: “¡Es tan grande el bien que espero, que en cualquier pena me deleito!”; y Santa Teresa con gran deseo de unirse con Dios en el cielo decía: “Muero porque no muero”.

Estas santas reflexiones nos deben hacer exclamar también a nosotros: ¡Oh Señor, porque te amamos tan poco! Arranca, pues, de nuestro corazón, ese falso deseo de las vanidades del mundo, y as que estemos siempre unidos a ti. Para poder decir con San Pablo: “Mi vida es Cristo y la muerte una ganancia”.

 

VENTAJAS QUE NOS PROCURA ESTE DESEO

1o. Primeramente nos libra de la servidumbre de las cosas de este mundo. Las riquezas, los honores, los placeres de la tierra son bienes pasajeros y engañosos. Cuantas penas y cuidados hacemos para adquirirlos y conservarlos; y, sin embargo, su goce no está jamás libre de tedio y de amargura.

Ahí tenemos el ejemplo del Rey Salomón después de buscar la felicidad, en la lujuria, en la comida, en la riqueza, y al no encontrarla, hastiado de todo, llegó a conclusión de que todo esto es: Vanidad de vanidades, lo único que no es vanidad es amar y servir a Dios”.

Por el contrario, si en verdad comprendiéramos el valor de los tesoros celestiales que son las buenas obras; y a la vez si tuviésemos un deseo verdadero y sincero de ir a Dios, nuestro amoroso Padre, ¡Cómo despreciaríamos estos bienes y ventajas de aquí de la tierra!

2o. Este deseo debe de excitar en nuestro corazón un santo horror a toda especie de pecado. Si queremos ir al Padre. Debemos de considerar que Nuestro Padre Celestial es puro y santo, y un solo pecado mortal nos hace odiosos a sus ojos y dignos del infierno, porque nada manchado entrará junto a Él en cielo.

Si tuviésemos, pues, este deseo constante de ir a Dios, nos vigilaríamos a nosotros mismos para evitar todo lo que pueda ofenderle y desagradarle. Por lo mismo huyamos del pecado. Así como nos dice el Sabio: “Como de la serpiente, huye del pecado, porque si te acercas te morderá” (Ecli., XXI, 2).

Huyamos, también del orgullo, de la ira, de la envidia, de la codicia, de la lujuria. Porque si no lo hacemos, sucederá como dice San Pablo: “Quienes tales cosas hacen no entraran en el reino de los cielos”. (Gal., V, 21).

Porque es imposible ir cielo y ver al Señor, si seguimos despreciándolo y quebrantando su ley. Ya que de ese modo vivimos como siervos del demonio, y de nuestros vicios.

Si queremos pretender ser hijos de Dios y esperar verle en el cielo. Al menos imitemos al hijo pródigo que dice: “Iré a mi Padre y le diré: Padre mío, he pecado contra el cielo y contra ti”. Porque solamente van cielo y ven a Dios. Los arrepentidos que hacen penitencia, y los inocentes y puros que mencionan, San Lucas XV, 18; y San Mateo V, 8: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”.

3o. Si en realidad queremos y deseamos ir a Dios, y a la vez gozarle y verle. Es preciso merecerlo con nuestra vida de fe y nuestras buenas obras.

Este deseo de ir a Dios debe de excitar en nosotros un santo ardor de trabajar por nuestra santificación, y de hacernos dignos de Él con una conducta totalmente cristiana. Por otra parte, Él nos da para eso su gracia. Así como dice el Evangelio de aquellos hombres, que el Señor les dio diez minas: “Negociad hasta que yo vuelva”. (Lc., XIX, 13).

Únicamente los servidores fieles, y las vírgenes prudentes, serán invitadas a gozar de Dios, y a tomar parte en el festín del Esposo.

Los negligentes y los perezosos serán rechazados. Así como dice Nuestros Señor: “En verdad os digo no os conozco” “Y a ese siervo inútil, echadles a las tinieblas exteriores; donde habrá llanto y crujir de dientes”. (Mt., XXV, 12 y 13); “Todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego” (Mt., III, 10).

Finalmente, este deseo del cielo debe ser para nosotros una fuente de ánimo, de generosidad, de fuerza para soportar gustosamente las pruebas, las enfermedades, las tribulaciones de la vida. Sin duda, nuestra naturaleza viciada tiene horror a todas estas penas y aflicciones; pero la fe nos dice que son el oro destinado a comprar la felicidad de ver a Dios en el cielo.

Por lo mismo debemos de considerar a la muerte como algo dulce, porque ella es la que, derriba las últimas barreras, que nos impide introducirnos en la presencia de Nuestro Padre Celestial.

Por último. Pensemos frecuentemente en el cielo y digamos: Ánimo alma mía; porque dentro de poco, volveré a la patria de donde es salido; y también dentro de poco iremos con nuestro Padre amoroso que está en los cielos, para verle y saciarnos con su vista durante toda la eternidad. Así como dice el Salmo XVI, 15: “Contemplaré tu faz, y me saciaré, al despertar, de tu imagen”.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.

 

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

Sus comentarios a obmdavila@yahoo.com.mx

 


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